Soledad, la mueca de la sociedad fragmentada

Carme Ferré-Pavia

En 2024 los medios se han hecho eco del informe de la Fundación ONCE que anota que más de seis millones de personas padecen soledad sin quererlo. Desde que la pandemia de Covid-19 agravó este problema preexistente, el foco en su gravedad real se ha magnificado. Los augurios o atisbos de que la sociedad futura, urbana, con un gran progreso tecnológico, nos aislaría se han cumplido, pero es este un fenómeno multidimensional, agravado por una sociedad más fragmentaria que antaño.

Al envejecimiento de la población, que impone la paradoja de una vida más larga, pero con posibles discapacidades y, muchas veces, en soledad, se le ha unido un sorprendente hecho que no se presagiaba: los jóvenes se sienten más solos que los mayores. Los estudios de población lo muestran una y otra vez: el del Ayuntamiento de Barcelona, en 2021 (la gente que decía sentirse más sola eran los de 16 a 34 años); encuestas exploratorias en el País Vasco también de 2021, y uno global de 2023, realizado por Gallup y Meta. Uno de cada cuatro jóvenes mayores de 15 años del mundo se siente solo. The Global State of Social Connexions dibuja como la juventud de 19 a 29 años se percibe como más aislada que los mayores de 65, en los 142 países encuestados.

La soledad no deseada en la juventud la relacionan con el problema de acomodarse a la edad adulta, con poca capacidad de independizarse, tener trabajo o formar una familia, y con dificultades para albergar un sentimiento de pertinencia. Para Sandra Escapa, socióloga de la Universidad de Zaragoza, a más relaciones digitales y menos presenciales, el riesgo de sentirse solo aumenta. Es, pues, un reto para la educación familiar, para las políticas educativas y de tratamiento de las adicciones.

La soledad impuesta se ha abordado desde la perspectiva sociológica y de psicología clínica, pues está demostrado que genera problemas de salud y cognitivos. Nos deteriora cerebralmente y nos impide tomar buenas decisiones, por ejemplo, sobre nuestra salud. Algunas investigaciones, como las lideradas por la neuropsicóloga norteamericana Julianne Holt-Lundstat, vinculan la desconexión social al riesgo por muerte prematura, demencia, hipertensión, diabetes, depresión y ansiedad. El aislamiento social puede devastarnos.

Pero algunos datos de proximidad explican como a partir de los 65 años o ya en edades más avanzadas, la soledad se siente más acusadamente. Algunos problemas de salud pueden generar incapacidad de salir y relacionarse, y la pirámide de edad empieza a feminizarse. En 2031, habrá en España dos millones de mujeres mayores solas, un porcentaje que no deja de crecer desde 2018, y ahora ya son una de cada tres. Las contemplamos juntas en el teatro, en la chocolatería, yendo a sevillanas o al gimnasio. Vemos a las que crean red y así la tejen para alejarse de ese peligro para la salud.

El rol de los contextos
La edad y el género no son los únicos factores diferenciales en el sentimiento de soledad no buscada. Lesoto, Afganistán o Filipinas reportan un alto grado de soledad declarada, mientras que Eslovenia, Alemania o Vietnam se encuentran a la cola de estos niveles. Las pautas culturales y de relación de cada sociedad influyen en esa percepción a grandes rasgos, en la que España aparece con un 4% de encuestados que se sienten ‘muy solos’ y un 24%, ‘poco relacionados’. Leer esos datos como un problema social de casi el 30% de la población puede ser arriesgado, pero es claro que denota desasosiego por una convivencia que no nos basta.

El espacio rural y urbano imprimen algunas diferencias en la percepción de la soledad no deseada. La planeación urbana contemporánea ha tenido que dejar paso a los coches, cuyo número no deja de aumentar, y en las grandes ciudades, los monocultivos turísticos y de franquicias siegan el comercio de proximidad. La historia urbana de Barcelona, por ejemplo, nos lastra. Si todas las islas internas de Ildefons Sardà existieran en gran parte de la ciudad, habría espacios vecinales para encontrarse y para reciclar residuos. “El urbanismo y las condiciones residenciales de las viviendas han seguido una lógica individualista que ha acabado produciendo, como una consecuencia no intencionada posiblemente, una producción masiva de soledad”, sentencia el Informe España 2020 de la Universidad de Comillas.

El citado informe indica como un pobre nivel de instrucción, el paro o la pobreza agudizan la consciencia de que la soledad a nuestro alrededor aumenta. No es este un malestar individual de algunos ciudadanos hipercríticos o enfermos, sino que la soledad real de mayores aislados se une a la soledad ontológica de los jóvenes largamente adolescentes y tecnológicamente hiperconectados.

La era de la digitalización de los procesos, del trabajo remoto, no ha devenido en una mayor productividad que nos regala horas de ocio para la familia y los amigos, sino en amistades virtuales y en conexión constante que ha perpetuado el horario laboral. Los jóvenes se sienten solos, aun teniendo conocidos y capacidad de comunicación o interacción. Las amistades reales, forjadas en presencialidad y contacto no han podido ser sustituidas por el trino constante de los mensajes. No estamos contentos el día que nos llegan muchos whatsapps, sino el que vimos a unos amigos a los que estimamos, el día que nuestra pareja escuchó atentamente lo que queríamos explicar, el que un encuentro familiar fue especialmente feliz. Tanto jóvenes como adultos necesitamos compañía de calidad e interacción real.

A nuestras relaciones les está pasando lo que a la información y a los saberes compartidos: se virtualizan y fragmentan. La sobreinformación no garantiza que podamos compartir enseñanzas, tener conocimientos mutuos y narrativas sociales colectivas. Con consciencia y valores fragmentarios, vivimos la soledad como una U en la pirámide de edad, con los picos de los jóvenes y los mayores encontrándose en el vértice de momentos críticos, pero esa U es en realidad una mueca, un gesto incómodo que nos apela a intervenir contra la tristeza, el aislamiento y la pobreza.