La cara revolución de las mujeres islámicas

Carme Ferré

Malala Yousufzai, la niña pakistaní tiroteada por los talibanes, se debate entre la vida y la muerte. Esa imagen de la joven bloguera que reivindicaba la educación para las niñas da muestra de lo que aún puede costar la revolución contra el machismo en el mundo islámico. Occidente no se escapa de esta lucha, pero se ha ganado un valor público de igualdad entre sexos que debe ser exportable.

Que Pakistán pueda ser cuna de una joven mártir no es de extrañar, el país que alojó a Bin Laden y que alimenta a parte del islamismo radical mundial. Pero esta tendencia cada semana genera noticias para el escándalo de muchos y las ganas de luchar de otros. Hace unos días era la de la chica tunecina violada por unos policías que ha acabado, ella misma, en el banquillo de los acusados. Cada cierto tiempo llegan a nuestros correos peticiones de firmas contra las lapidaciones de mujeres en países islámicos africanos y asiáticos.

La solidaridad debe existir pero los cambios no sucederán sin la implicación de las mujeres que quieran cambiar su situación en cada territorio. La creación de un partido de mujeres en la conservadora Hebrón palestina ha generado por eso una gran expectación. A lado y lado de esa turbulenta frontera los radicalismos varios dejan a la mujer en un lugar alejado de la vida pública, da igual ortodoxo judío que musulmán.

De nuestro lado, el esfuerzo por la igualdad debe mantenerse, y  más con las cifras anuales de asesinatos de mujeres que ostentamos. Es justo que se criticara a la firma Ikea por borrar a las mujeres de su catálogo de Arabia Saudí, justificando esa República Independiente del Machismo. Es inquietante, en cambio, que en el Poble Sec de Barcelona las escuelas coránicas de chicas estén cerradas a cal y canto, que niñas de Bangla Desh no sean escolarizadas, que otras salgan de casa cubiertas a penas a los 6 o 7 años y que en el Raval empiecen a verse velos totales o chicas caminando forzosamente a diversos metros detrás de los hombres que las acompañan.

La tradición no justifica la injusticia, ni para torturar animales ni para tirar la basura a los ríos ni para pegar a las esposas ni negarles la educación. Los valores de la hospitalidad, el respeto a los mayores y la solidaridad a veces los aprende uno lejos de casa. Por lo mismo, el de la igualdad no debe recular entre nosotros en reductos alegales que aplican mal lo que ha de ser la multiculturalidad. Podemos exportar productos propios sin salir de casa.

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