Elisabeth Roura
Alguien contó hace unas semanas que un grupo de niños y niñas de Darfur (región de Sudan con miles de desplazados por el conflicto político y la escasez de recursos) participaron en un taller sobre orientación académica y laboral a través de la expresión artística. ¿Qué quieres ser de mayor? Esa pregunta que tanto nos preguntaron en la escuela de primaria. Astronauta, peluquera, médico, maestro, cocinera. No, más de la mitad de esos niños y niñas dibujaron un jeep con el logotipo UN (Naciones Unidas). Esa es su aspiración. ¿Qué es lo que estamos haciendo mal para que los referentes de una vida mejor sean esas siglas? ¿Una excesiva visibilidad de marca tiene un efecto anestesiante?
Sobre la responsabilidad social (RS), los logotipos y la cooperación al desarrollo, a menudo parece que las empresas, instituciones y gobiernos que apoyan causas sociales o tienen una línea responsable en sus servicios lo hacen sin una planificación adecuada. Hacer una aportación económica a cambio de colocar nuestro logo en un vídeo solidario, por ejemplo, tiene un efecto de visibilización a corto plazo que se extingue una vez ese vídeo o esa campaña han finalizado. La reputación es un objetivo lícito, pero no tiene ningún sentido entrar en una lucha para colocar el logotipo más visible. Nuestros consumidores o los stakeholders a quiénes nos dirigimos saben que es muy sencillo pagar para colocar un logotipo, pero se corre el riesgo de que la acción de RS pierda sentido y sea vacía de contenido.
Pongamos un ejemplo: los fondos de una agencia humanitaria internacional dependen principalmente de las aportaciones de cooperación al desarrollo de varios gobiernos. La visibilidad de los donantes es un factor clave en la estrategia de comunicación de esa institución, además de los informes de resultados y los datos que sirven para justificar inversiones millonarias en ayuda humanitaria ante la opinión pública de esos países. Es lógico que los gobiernos colaboradores quieran ser visibles, ganar en reputación y rendir cuentas con sus contribuyentes, pero no todos utilizan la misma estrategia. Hay gobiernos que implementan una estrategia razonable, siempre a largo plazo, centrada en identificar necesidades y aportar resultados. Hay otros gobiernos que centran todas sus exigencias en reclamar visibilidad en catálogos, contenido audiovisual, página web, hasta el punto extremo de que los pozos de agua limpia en alguna aldea recóndita tienen impreso un gran logotipo de un gobierno extranjero o de las mismas Naciones Unidas.
Si nos paramos un minuto a pensar, ¿qué sentido tiene eso? ¿Sólo vale la pena abrir ese pozo de agua limpia o construir unas letrinas si sus paredes incluyen ese logotipo? ¿Por qué motivo las agencias de cooperación de los gobiernos se centran en esa batalla de logotipos? Como ciudadana de un país europeo, no me interesa ni lo más mínimo que mi bandera esté impresa en un póster de un colegio lejano. Es suficiente saber que mi gobierno ha utilizado parte de mis impuestos en financiar ese proyecto. Y para eso no hacen falta logotipos. Porque yo no voy a ir allí a comprobarlo, como mucho lo leeré en la prensa.
Se trata de una cuestión moral, de valores e igualdad de oportunidades que va más allá de la reputación a corto plazo. Estamos hablando de responsabilidad social con la sociedad global, lo que requiere una estrategia que identifique la forma más sostenible y coherente de invertir en cooperación al desarrollo. Se trata de buscar un equilibrio global en el que la distribución de la riqueza sea equitativa y todos los pueblos tengan acceso a determinados recursos para llevar la vida que esas personas elijan.
Un logotipo no lleva el desarrollo, igual que imponer una única forma de desarrollo occidentalizadora es sinónimo de fracasar como gobierno y como sociedad. Y eso ya ha pasado si los niños de Darfur sueñan en conducir coches con un logo.